Un CAIF en casa
En la cárcel no existen alarmas despertadoras, pero sí hay horarios.
En la unidad n.°20 de Salto gran parte de las mujeres ya están en pie entre las siete y las nueve; levantan un poco de azúcar, leche y galletas del puesto de las operadoras y se disponen a desayunar. Luego, las que trabajan van a sus puestos: algunas cocinan, otras limpian, otras lavan la ropa, otras cuidan niños y otras ven el tiempo pasar, aunque esto último es poco común. Entre las 12 y las 13 el almuerzo está listo y luego sigue la rutina: ordenar, limpiar, trabajar. Pasa la tarde y se hace la noche. Llega la cena y el día parece terminar, pero según el relato de algunas internas, la jornada se alarga hasta las dos de la madrugada. Mujeres intentando distenderse, madres intentando descansar y niños intentando dormir, lo cierto es que, como dice ellas, “la convivencia es buena, pero no es fácil”.
Pero volvamos al principio: el reloj. Hay mujeres que no necesitan despertadores porque esa función la cumplen sus hijos. María* (23) cuenta que su hijo Pedro* (2) -un niño de carita redonda, piel morena y cuerpo robusto-, se levanta todos los días a las 6:30 de la mañana y la despierta con la misma frase: “Me voy pa’l CAIF”. También Andrea (28), que hoy ya se encuentra en libertad, recuerda una situación similar con su hijo Thiago (5): “Él se despertaba y decía: ‘Mamá, voy al CAIF’”.
Unos minutos antes de las 8 de la mañana se aproxima el móvil blanco con dos operadoras y un policía. Algunos niños están cerca del portón perimetral y otras con sus mamás. Todos con túnicas y mochilas. Algunos se despiden y otros de la emoción solo suben y hacen chau con la mano. El viaje es corto. Hay solo 200 metros entre unidad 20 y el CAIF William, por lo que el recorrido no excede los dos o tres minutos. Llegan al CAIF con música, baja una operadora, abre la puerta trasera del móvil y los niños salen. La operadora los toma de la mano y los acompaña hasta la puerta del salón. A las 12 del mediodía los van a buscar y los niños regresan a la unidad. Esta rutina se repite casi a diario, excepto los días en los que el móvil es usado para otras actividades o, en los últimos meses de pandemia, cuando cerraron los centros CAIF. “Hoy no hay CAIF, mañana recién”, le dice María a Pedro. “Y ta, queda ahí. Pero se pone la mochila y pasa todo el día con la mochila puesta. Hoy no porque se la escondí, sino se levanta y pasa con la mochila”, relata María. Lo mismo sucede con Andrea, ella recuerda que luego de decirle a Thiago que no era día de CAIF, él lloraba e insistía en ir. “Él era feliz yendo al CAIF, feliz, le encanta, le encanta, le encanta”, dice Andrea.
Además de los niños, las madres y las mujeres que viven en la unidad n.°20, también hay otro tipo de internas: las que cumplen prisión domiciliaria. Para ella los horarios son otros, casi tan estrictos como dentro de la cárcel, pero más flexibles, y aunque esto suene contradictorio, no lo es. Lo estricto es el número de controles que deben hacerse por día: cinco. Lo flexible es que esos cinco controles pueden darse en cualquier momento del día. “Vienen a las nueve de la mañana, a veces dos o tres de la mañana, a las cinco vinieron anoche, o a las cinco y media o seis de la mañana”, asegura Daniela (28). Ella está con arresto domiciliario desde julio de 2020, tras haber sido diagnosticada e intervenida quirúrgicamente por un aparente cáncer de mama –“aparente”, sí, ya que Daniela afirma que nunca le dijeron con exactitud qué tenía y desde el CAIF aseguran que, desde la unidad le informaron el diagnóstico y por tanto las causales del arresto domiciliario-. Lo cierto es que, hasta julio de 2020, Aron iba al CAIF William junto con dos niños más. “Siempre iba bien contento, y llegaba y contaba lo que hacía”, relata Daniela y agrega: “Aparte él llegaba, y venía: ‘Con permiso, mamá’ o ‘¿se puede?’. Y yo le decía: ‘¿Quién te enseña?’. ‘En el CAIF, mi maestra’”. Pero desde que Aron y Daniela regresaron a su casa, los días de CAIF se terminaron. Ahora los visita Verónica, una educadora volante que va a su casa todos los martes durante una hora.
Las educadoras volantes se encargan de trasladar el salón de clase al living de una casa y explotar todo el potencial del niño en sesenta minutos. Son las tres de la tarde y como cada martes Verónica maneja durante diez minutos para llegar a la casa de Daniela. Sale de la calle asfaltada del CAIF, toma un camino de balastro y de ahí vuelve al asfalto del barrio Malvasio. Doblando en una esquina y tres casas más adelante está él: Aron. La casa es de color rosa, aunque se nota que en otro momento fue blanca y también verde; tiene un tejido bajo y una abertura que indica que en algún momento existió un portón. En lugar de la puerta hay una cortina floreada que impide ver el interior de la casa. Aron la corre y habla hacia adentro. Desde el frente de la casa ya se puede sentir el aroma a masa cocinándose, su madre está haciendo torta de fiambre, tal y como aprendió en el curso de gastronomía que tomó dentro de la unidad. Daniela sale.
Empieza la carrera con el reloj. Aron está inquieto, pero de la alegría. Verónica lo saluda y él corre a buscar la hoja con las tareas pendientes de la semana anterior. “Ella le dejó un deber. Que se pintara los pies y que los pusiera en un papel, al otro día va y dice: ‘No me voy a bañar, límpiame los pies y pintame que tengo que hacer el deber; si no, la maestra me reta’, y lo hizo”, dice Daniela y afirma que Aron es un niño que aprende muy rápido y que siempre está dispuesto a hacer las tareas porque “a él le gusta y él quiere”. La huella de los pies resaltaba sobre la hoja blanca.
Ya pasaron diez minutos, dejan los deberes a un lado y comienzan con la actividad del día: armar piezas de encastre. Las actividades planteadas por las educadoras volantes son libres. Verónica cuenta que, en varias oportunidades, las madres realizan propuestas de actividades o inquietudes que le gustaría que se trabajen con su hijo, pero Daniela prefiere no hacerlo. En cada visita, las educadoras volantes evalúan algunos aspectos del desarrollo del niño, en este caso, el área motriz, una de las más importantes durante la primera infancia.
Luego colorearon imágenes mientras repetían el nombre de cada color que utilizaban. Contornearon figuras e intentaron escribir su nombre. Así pasó la hora. Verónica se despidió y dejó una canasta de comestibles. Aron la acompaña hasta la puerta y luego regresa a jugar con su hermano. La próxima semana volverá a repetirse la misma escena y como cada martes a las 15 horas, Aron estará en la puerta de su casa esperando a Verónica e irá corriendo a avisarle a su mamá que por fin el CAIF llegó a casa.